BIENVENIDOS AL BLOG GENERACIÓN 1976-1979

Aún recordando la reunión del pasado 9 de enero y deseando volver a estar juntos muchas veces más, a continuación les presento las fotos enviadas hasta hoy por: Héctor Monasterio, Alejandro Robles y J. F. Javier González. Gracias!!!
En la foto de arriba se encuentran (arriba): Alejandro Martínez, Héctor Padrón, Aureliano Chavero, Alejandro Robles y Felipe Becerra. (enmedio): Mauricio Mata, Timoteo Villa, Antonio Pérez, Gustavo Calzada y J. F. Javier, González. (abajo): Búlmaro Huerta, Antonio Rendón, Sara García, Carmen Sinecio, Rosa Vázquez, Amada Rendón y Froylan Huerta.

Atte.
Ciro


Reunión efectuada en diciembre de 2009. De pie: Héctor Padrón, Antonio Pérez, Héctor Monasterio, Gustavo Calzada, J. F. Javier González y Aarón Rodríguez. Sentados: Felipe Becerra, Amada Rendón, Carmen Sinecio, Elizabeth Vázquez, Ma. de Jesús Camacho y Timoteo Villa. Foto enviada por Héctor Monasterio.

Reunión, día 9 de enero del presente en casa de J. F. Javier González. Foto enviada por Alejandro Robles

Ma. de Jesús, Timo y Aarón. Foto enviada por Héctor Monasterio.

Convivio del 9 de enero del presente. Foto enviada por Alejandro Robles.

Aarón, J. F. Javier y Gustavo. Foto enviada por Héctor Monasterio.

J. F. Javier, Gustavo y Antonio Pérez. Foto enviada por Héctor Monasterio.

Héctor Padrón y Felipe Becerra. Foto enviada por Héctor Monasterio.

Ma. de Jesús Camacho. Foto enviada por Héctor Monasterio.

25 aniversario de la graduación, 17 de Julio 2004. Foto aportada por Timoteo Villa.

Celebración del 25 aniversario. Foto aportada por Timoteo Villa.

Claudia (qepd), Sara, Amada y Rosa en la reunión del 25 aniversario. Foto aportada por Timoteo Villa.

Foto histórica (1965 - Col. Miguel Hidalgo) Identificados arriba: Celedonio, José Bailón, Apolinar Hdz., Aarón R., Alejandro Cuevas, Epifanio Leos, Juan (hno. de Cele). Enmedio: Benjamín (qepd), Ramón Monasterio, Toño Olvera, Manuel Briones, Ciro, Chava Garrido (qepd), Noé Vázquez, Victor López (qepd), Reyes Jiménez, Pepe Meza. Abajo: Alfonso Martínez, Lot Olvera, "El Padrecito", Mauricio García y Luis Monasterio.

lunes, 18 de enero de 2010

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Cortazar Julio, Obras Completas, Alfaguara, México, 1996

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